El legado del trauma

El legado del trauma

Como seres humanos hemos aprendido a anteponernos a las adversidades y adaptarnos a prácticamente cualquier entorno que se nos presente, sin embargo, aunque aparentemente no sea visible, no estamos exentos de la huella que deja en nosotros el hecho de haber vivido estas situaciones. Cuando hablamos de trauma a todos se nos viene inevitablemente a la cabeza datos escalofriantes como los que reflejan que uno de cada cinco niños es abusado sexualmente en España, sin embargo, no solamente esto es trauma, la realidad es que se puede observar la vivencia de eventos traumáticos simplemente con preguntarnos cuántos de nosotros hemos sufrido en algún momento rechazo o desprotección por parte de las figuras que supuestamente tenían que cuidarnos, cuantos hemos vivido o presenciado violencia en la escuela, cuántos hemos sentido alguna vez que lo que pensásemos o necesitásemos no era importante o cuantos hemos tenido que afrontar una pérdida de una persona a la que queríamos.

 

Entendemos por tanto la existencia de dos tipos de trauma: los traumas T, que son más infrecuentes pero mucho más disruptivos, impactantes y en los que incluso pueden poner en peligro nuestra vida o nuestra integridad, como son los accidentes de coche, verse involucrado en un conflicto bélico, la pérdida repentina de un ser querido o un asalto sexual; y los traumas, más vinculadas con lo relacional, con vivencias aparentemente pequeñas pero que se van acumulando cuando se dan de manera repetida y que pueden ser incluso más peligrosas a nivel

 

psicológico pues ocurren de manera menos visible, podemos incluir aquí el rechazo vivido por nuestra familia, el hecho de que se invalide como nos estamos sintiendo o experiencias de violencia implícita en las que se nos hace el vacío de manera deliberada o se nos falta el respeto sin que nadie intervenga.

 

Cuando vivimos una situación traumática, y más aún cuando somos aún demasiado pequeños para poder siquiera comprenderla, nos vemos expuestos a conflictos que sobrepasan nuestros recursos y mecanismos de afrontamiento, impidiendonos no solamente hacer frente a este evento sino también el poder integrarlo como una experiencia más. Los recuerdos de estos eventos al ser tan intensos se almacenan de manera fragmentada y ajenos a la consciencia ordinaria, divididos en los pensamientos, sentimientos, acciones, sensaciones corporales y creencias sobre uno mismo y el mundo que nos rodea. Al no poder poder hacer una síntesis y dotar a la experiencia de significado, una narrativa completa y un cierre, el evento puede seguir interfiriendo intrusivamente en nuestros pensamientos cómo si siguiéramos reviviendo constantemente la situación en cuestión o ocurrir justo lo contrario, perder el contacto con lo sucedido o incluso con la realidad que nos rodea.

 

En estas circunstancias tan adversas nos vemos forzados a elaborar nuestras propias estrategias para hacer frente al malestar, herramientas que nos sirven para sobrellevar de la mejor manera esos momentos aunque no sean las más funcionales. Estos mecanismos se mantienen en el tiempo, pues aunque no sean adaptativas o nos puedan perjudicar a la larga, fueron muy útiles en un momento concreto de nuestra historia. Dentro de estas estrategias se puede incluir una larga serie de conductas como consumir sustancias que nos alivian, darnos atracones de comida, comprar desmesuradamente, evitar situaciones incómodas, hacer deporte, actividades que nos saquen de la realidad (videojuegos, redes sociales, etc.) o cortar relación con la persona que nos plantee un conflicto. No obstante, y aunque muchas veces no podamos entrar en contacto con ello, estas acciones enmascaran un malestar que sigue activo y que sigue interfiriendo en nuestro funcionamiento.

 

Otras veces, sin embargo, estas estrategias están ligadas a estados de supervivencia más primitivos, en los que nuestro cuerpo reacciona llevándonos a respuestas de lucha, en las que nos estamos sintiendo atacados y reaccionamos de manera hostil, siendo violentos con la otra persona o colocándola en el lugar de agresor (“me estas haciendo daño”); huyendo, cuando nos sentimos en peligro o en contacto con un malestar del que tenemos la necesidad de escapar; o congelandonos, donde sentimos que nada de lo que podamos hacer va a surtir efecto para hacer frente a la situación o entrar en contacto con ello puede desbordarnos por completo. 

 

El entrar en estos estados no es una decisión que tomemos a nivel consciente, pero al igual que sucede con las conductas que realizamos para gestionar cómo nos sentimos, podemos reflexionar sobre aquello que está pasando y decidir hasta qué punto son aspectos de nuestra vida que queremos cambiar o aprender a gestionar de otra forma. El poder construir recursos en terapia nos ayuda a sostener las partes de nuestra historia que no pudimos integrar en el momento que sucedieron y acercarnos a modelos de funcionamiento más en sintonía con aquello que queremos en nuestra vida.

 

David Sacristán Sevilleja